Así sonaban las noticias que escuchaba por ahí de 1982, cuando era una pequeña niña que empezaba a leer y escribir y tenía que soplarse el noticiario en el regazo de su padre a cambio de una dosis de juegos al día siguiente.
Entonces ignoraba que, a finales de la década de los años 60, mi propio padre había sido condenado al ostracismo —real, no virtual—, al ser exiliado de este país y enviado a vivir a Chile por sus convicciones políticas. Evidentemente, por aquellos días no entendía el significado de tales palabras y lo único que visualizaba, en mi abstraída mente, era un costal de almejas y mejillones atado a un palo de madera, que un hombre cargaba sobre su hombro derecho, mientras se dirigía al aeropuerto.
Y la verdad es que no andaba tan perdida, pues ostracismo, del griego οστρακισμος /ostrakismós/, es una derivación de οστρεον /óstreon/, «ostra o concha», y significa, según el drae, «destierro político acostumbrado entre los atenienses», pero, también, «exclusión voluntaria o forzosa de los oficios públicos, a la cual suelen dar ocasión los trastornos políticos».
Este término tiene su origen, a decir de Joan Corominas,1 J. Corominas y J. A. Pascual, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico; Madrid: Gredos, 1981. en el tejuelo —o rótulo— con forma de concha en el que los atenienses solían escribir los nombres de los condenados al destierro, por ser considerados ciudadanos no gratos o, simplemente, peligrosos para el bien común.
Algunos años después conocería la historia de mi padre y comprendería que aquel que es sometido al ostracismo es expulsado de su patria, de su país y de sus costumbres o, en términos de política, simplemente relegado de su oficio de servidor público y de la atención ciudadana.