Incluso los españoles que habitan extramuros de Castilla están al margen de la norma. Hablan un español «de segunda». España debería llamarse Castellania, si no, castiza y simplemente, Castilla. Curiosamente, los tzeltzales y los tzotziles así se refieren todavía al idioma colonizador: «Mi mamá no habla castilla», dicen los jóvenes que, apenas en el siglo xxi, se descubren chiapanecos, ya no digamos mexicanos, a través del bilingüismo.
La norma de carácter descriptivo
Pero vayamos más atrás: el castellano podría ser visto como una aberración del latín, lengua normativa original. Así como las demás lenguas romances: francés, italiano, portugués, rumano… que en su momento fueron desdeñadas y hasta prohibidas.
La norma, en su carácter preceptivo, hace tiempo que dejó de funcionar en la conciencia colectiva. Si la norma nace para ser violada, jurídicamente hablando, cuando es multitudinaria y consistentemente violada, engendra en sí misma otra norma, esta vez de carácter descriptivo. Así, la lengua, como fenómeno vivo de la sociedad, evoluciona sin tregua, generando solamente la posibilidad de ser descrita en un momento dado y en un espacio determinado. La norma, pues, adquiere ahora un carácter descriptivo que permite conocer el fenómeno lingüístico en una intersección del eje espacio-temporal, y funciona como una especie de termómetro, tanto del estado actual, como de su proceso evolutivo.
La lingüística moderna se aplica a observar las ramificaciones de la lengua y legitimarlas en función de ciertas reglas inherentes a la propia naturaleza y evolución de determinada lengua —eufonía y filología—, a las etnias lingüísticas autóctonas que las usan, a factores externos, como la influencia sociopolítica y tecnológica de tras lenguas, y a la interacción entre sus hablantes —medios de comunicación y globalización.
El genio de la lengua
El genio de la lengua es esa sabiduría innata, intuitiva, que todo hablante trae consigo en la adquisición de su lengua materna, y que lo lleva a aceptar o rechazar las modificaciones, a crear neologismos e inflexiones verbales, a insertar extranjerismos y conservar aparentes anacronismos o a exhumar palabras y giros sintácticos que en un determinado momento sirvan para aludir a realidades emergentes. No hay norma preceptiva que impida al hablante introducir los verbos faxear, cliquear o mensajear, cuando eso es lo que necesita hacer, y por lo tanto, denotar. No hay muro invencible para la inclusión de expresiones autóctonas y regionalismos que resuelven el sentir popular.
Tampoco hay autoridades académicas reales que obliguen a un mexicano a escribir México con j, ni a utilizar el verbo coger por tomar, ni a insultar con gilipollas; como supongo que no hay argentino al que se le pueda impedir vocear o hablar con «habés», en vez de hacerlo en plural y con la i intermedia, como manda la gramática convencional, o, más aún, a decir shá por yo. El patrón homologador del castellano es un lastre del todavía existente afán de homologación social con fines de poder político.
El castellano
¿Por qué se llama español al castellano, siendo que éste define sólo a una de las regiones de ese país? Razones de conquista y supremacía política durante la conformación del Estado. En la propia España está en debate el concepto de idioma oficial, que, de suyo, desconoce a los otros: vasco, gallego, catalán… como lenguas de España.
Por esto mismo, en México no existe un idioma oficial, ya que sería desconocer la existencia de, por lo menos, cincuenta y seis lenguas indígenas vigentes. México, por ello, es constitucionalmente pluricultural, étnica y lingüísticamente hablando, de modo que ya resulta lo bastante complejo para normarlo con una sola lengua; menos aún, con una sola manera de expresión de esa lengua; es decir, un dialecto o idiolecto. Esto ocurre prácticamente en todos los países hispanoamericanos, y en algunos, como en Perú y Bolivia, hay mucha mayor injerencia de las lenguas autóctonas.
Mexicano, colombiano, argentino, cubano…
Las corrientes lingüísticas actuales tienden a considerar la dialectalización como una necesidad identitaria, natural a todo grupo de hablantes. De ahí que se empiece a reconocer que, hoy en día, la lengua española no es más que un concepto abstracto, de utilidad histórica, para sentar las bases y el origen de una determinada rama del habla actuante; pero su realización concreta debe ser con- templada con las ramificaciones correspondientes, e incluso, así signada: al habla de México hay que llamarle, mexicano; como en su caso, el colombiano, el argentino, el cubano, etcétera.
Incluso dentro de cada proceso de dialectalización se dan, simultáneamente, círculos concéntricos más pequeños, por lo que se puede hablar del modo «norteño» del mexicano, o del «costeño». En ciudades como la de México hay subdivisiones en relación con barrios y colonias, como el «tepiteño» o el «polanquense». Y no me refiero a los lenguajes clánicos inherentes a grupos con características determinadas; es decir, jergas de gremio, como profesiones, edades o condición económica, ya que éstos suelen ser voluntarios, autoexcluyentes y cumplen necesidades específicas de control de la comunicación, por lo que requieren decodificación, además de que suelen ser temporales. La dialectalización es un proceso espontáneo, incluyente, multifactorial y se realiza más allá, como hemos podido comprobarlo a lo largo del siglo xx y la primera década del xxi, de las fuerzas tecnológicas de comunicación masiva entre los hablantes.
La globalización en las comunicaciones, la velocidad y simultaneidad de las transmisiones, y su universalidad, han provocado un interesante fenómeno, aparentemente «involutivo» del español: procurar un «español general» en locutores de televisión y en las publicaciones de mayor internacionalización. El resultado es, las más de las veces, bizarro, pues nadie, ningún hablante, desde Castilla hasta la Patagonia, habla en realidad como el locutor. Parecería que para ser «comprendidos» en todo el mundo hispano, habría de crearse un formato normativo previo a la expansión, independencia y ramificación de las culturas hispanoamericanas. El hablante prefiere los noticieros locales y las publicaciones frescas, de carne y hueso, de su propia realidad. Se identifica con esa manera de hablar, de escribir, que es la manera de sentir, pensar y vivir que conoce y legitima. Valga como anécdota: me tocó hace algunos años ver en televisión una versión argentina de una telenovela que a los pocos capítulos tuvo que ser «doblada» al mexicano, porque no funcionaba entre nosotros; una vez hablada en mexicano, la telenovela aumentó considerablemente su audiencia.
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