Para abordar este tema basta tomar como ejemplo el caso de ciertos neologismos. ¿Qué ocurrió cuando comenzaron a aparecer en la escena términos como implementar, escanear, faxear, agendar, estresar, digitar, ofertar, posicionar, por sólo nombrar algunos? Los policías lingüísticos pusieron el grito en el cielo. ante una pregunta inocente como: «¿me lo puedes faxear?», nunca faltaba un «defensor del idioma» que contestara irritado: «¡yo no te faxeo nada!».
Es verdad, todavía muchas personas consideran que si una palabra no está consignada en el diccionario, esto significa que tal palabra no existe y que, por lo tanto, no debe emplearse.
Por cierto, una de las palabras que más golpes tuvo que sufrir fue implementar. Recuerdo que allá por los años 80, algunas personas —incluidos redactores, periodistas, correctores y traductores— se negaban a emplearla, ya sea por decisión propia o porque en las mismas editoriales se había armado un complot contra ella. Se decía que era un anglicismo más y que por esa razón debía evitarse. En vez de esto se proponía instrumentar o, peor aún, implantar, por la sencilla razón de que estas últimas sí estaban en el diccionario. No obstante, la gente seguía utilizando el verbo implementar posiblemente por necesidad o, más bien, quizás por el simple regocijo de emplear una «palabra de moda».
Admitir una palabra nueva equivaldría, según ellos, «a faltarle el respeto a la lengua», algo así como si se pisoteara algún símbolo patrio.
¿Qué sucedió después? En 1992, en la xxi edición del Diccionario de la Real Academia —drae—, se consignó el verbo implementar y también muchas otras palabras que habían escandalizado a las «buenas conciencias», como ofertar, optimar, posicionar y hasta posicionamiento. Más adelante, en la xxii edición correspondiente a 2001, el diccionario académico acepta optimizar, estresar, escanear, digitar y también digitalizar, entre muchas otras.
¿Qué significa todo esto? ¿Acaso la lengua está deformándose como insisten algunos? ¿Deberíamos los hablantes de apegarnos estrictamente al diccionario? ¿Esto fomentaría un verdadero respeto a la lengua y también, como consecuencia, hablantes del español mejor portados?
Para tratar el tema con mínima autoridad deberíamos en principio conocer qué son las lenguas, cómo evolucionan, qué tipo de transformaciones pueden experimentar. Así sabríamos por boca de los expertos en la materia que las lenguas sí cambian y que el dinamismo es parte de su esencia.
Ya desde antes de Cristo, Horacio decía que «al igual que los bosques mudan sus hojas cada año, pues caen las viejas, acaba la vida de las palabras ya gastadas, y con vigor juvenil florecen y cobran fuerza las recién nacidas. […] Renacerán vocablos muertos y morirán los que ahora están en boga, si así lo quiere el uso, árbitro, juez y dueño en cuestiones de lengua».1 Cita contenida en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, Madrid, 2001. p. xix
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A fin de comprender cabalmente estas palabras es necesario valernos del término norma, tal como nos lo explica José Moreno de Alba: norma, por un lado, tiene el sentido de «regla» o «ley» y, por otro, el «sentido de hábito». Dice Moreno de Alba que en el terreno de la lingüística hay una estrecha relación, y no una antítesis, entre los dos sentidos.
Esto significa que un fenómeno de la lengua se convierte en regla o ley porque antes se convirtió en hábito.
Y, ¿cuál es la misión del diccionario? En el sitio de la rae leemos: «Las lenguas cambian de continuo, y lo hacen de modo especial en su componente léxico. Por ello los diccionarios nunca están terminados: son una obra viva que se esfuerza en reflejar la evolución registrando nuevas formas y atendiendo a las mutaciones de significado».2 José Moreno de Alba, Minucias del lenguaje, México: F. C. E., 1995. p. 8.
Cuánta razón tenía Unamuno cuando decía: «El pueblo es el verdadero maestro de la lengua […], que no hay academias ni gramáticas, ni erudición ni escuelas que valgan contra la ley de la vida».
Como conclusión podemos afirmar: la lengua no es de las academias, ni de las gramáticas, ni de los diccionarios, ni de los lingüistas, ni de los letrados, ni de los eruditos, ni de los exquisitos. La lengua nos pertenece a todos por igual.
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