Al despuntar el atribulado siglo xx, un empeñoso investigador estadounidense, Herbert Eugene Bolton, se lanzó tras las huellas de uno de los mayores colonizadores y conquistadores de la frontera norte de la Nueva España, el sacerdote jesuita Eusebio Francisco Kino.
En 1907, sus pesquisas se vieron recompensadas con un hallazgo notable: el extenso manuscrito autobiográfico, largamente perdido, que conocemos como Favores celestiales —Con más tiempo que nosotros, Kino lo tituló Favores celestiales de Jesús y de María Santísima y del gloriosíssimo apóstol de las Yndias San Francisco Xavier, experimentados en las nuevas conquistas y nuevas conversiones del nuevo reino de la Nueva Navarra, desta América septentrional yncógnitas y passo por tierra a la Californía, en 35 grados de altura, con su nuevo mapa cosmográfico de estas nuevas y dilatadas tierras, que hasta aora havian sido yncógnitas dedicados a la real magestad de Felipo v, mui católico rey y gran monarca de las Españas y de las Yndias. Treinta años después, apareció Rim of Christendom, la monumental obra de Bolton acerca del misionero.
Puedo dar fe de que durante esos 30 años Bolton trabajó con seriedad, precisión y diligencia ejemplares, en los archivos de ambos lados del Atlántico y a campo traviesa, sobre las rutas de Kino, porque conozco su obra con cierto detalle.
Durante quince años trabajé en su traducción, y espero que aparezca pronto la versión en castellano, Confines de la cristiandad.
Parecen muchos quince años para las menos de 800 páginas del libro, pero debo decir que la mayor parte de ese tiempo se consumió en localizar los escritos de Kino y de sus contemporáneos, aprovechados ampliamente por Bolton y casi siempre compuestos en español. Gracias al auxilio de Gabriel Gómez Padilla, que en aquel tiempo era jesuita —y a quien debo toda esta aventura, pues fue él quien me invitó a ocuparme de la traducción—, finalmente pude reunir todos los documentos, y hubo muchos pasajes donde pude rectificar y ampliar las citas, tan libres como abundantes, que Bolton utilizó para construir su obra. Estoy seguro de que, de haber vivido entonces, Bolton habría aprobado estos retoques. Incluido el que aquí interesa.
Me refiero a una sección titulada en inglés «Quicksilver and Blond Women», que ocupa las páginas 371 a 375 de la edición de 1960 que utilicé para traducir. Contra lo que parecía obvio, no convertí este título en «Rubias y azogue», sino en «Azogue y hombres blancos». Ya veremos el porqué.
¿Güeros o güeras?
Bolton cuenta allí cómo Kino, en 1697, durante una entrada que hizo en compañía de los capitanes Cristóbal Bernal y Juan Mateo Manje, encontró en una ranchería de los pimas sobaípuris que él llamó San Andrés, en las márgenes del río Gila, a un indio «todo pintado de embije —escribió Manje—, muy encarnado, que parecía bermellón o almagre finísimo». De inmediato Manje, que tenía sus estudios y había leído a Agrícola, vio en esto un indicio de mercurio, metal tan raro1 Solamente tres minas de azogue explotaban entonces los españoles, en Almadén, Huancabelica y Carintia. como necesario para el beneficio de la plata.
El temor a los apaches disuadió a los expedicionarios, que eran pocos, de ir adelante en busca de la mina. Pero no les impidió conocer otra historia que traían los naturales: de vez en cuando llegaban al río Colorado unos hombres blancos a caballo. ¡Atención!
Según Bolton, Bernal anotó en su diario: «También dijo dicho indio que vienen unos hombres blancos a caballo en sillas y con sus güeras —“blond women”, escribe Bolton—, y que éstos dan guerras a la gente de más adentro, y preguntándole que qué tan blancos eran los dichos hombres, dijo, señalando a Juan Xermán, que de aquel blanco y pelo eran».
Lo de las güeras naturalmente llamó la atención de Bolton, quien consignó el siguiente comentario: «Este relato dio a la tropa de qué hablar en los días siguientes, pues en México, aun hoy en día, la aparición de una rubia conmociona a todos los miembros del sexo masculino». Lo que, curiosamente, no llamó la atención de Bolton es que en ningún lugar, nunca, ningún otro estudioso hubiera reparado en las güeras; tampoco que Manje, ni Bernal, ni Kino —se conservan los diarios que los tres llevaron de esta expedición— se mostraran interesados en averiguar nada acerca de estas mujeres.
La explicación llegó en cuanto tuve a la vista el texto de Bernal. Bolton leyó mal; entendió mal. Don Cristóbal Bernal no escribió güeras, con g, sino qüeras con q. Así el sentido del texto es perfecto y no tiene por qué sorprender a nadie: «unos hombres blancos a caballo en sillas y con sus qüeras»; esto es, con las armaduras de cuero que protegían a los caballos. Es fácil comprender que el comentario de Bolton sobre la manera en que los mexicanos las prefieren rubias haya quedado fuera de la traducción. Lástima. A mí me seducían más las misteriosas güeras.
El tropezón de Bolton, sin embargo, me fascina porque nos coloca de lleno en el meollo de la comunicación: en el misterio de lo que significa comprender un texto o, simplemente, comprender. El problema no es la sustitución de una letra o de una palabra por otra. El problema es por qué Bolton dio por buena esa lectura equivocada; por qué Bolton no puso en duda una noticia que la falta de otros comentarios volvía tan extraña.
Lectura y comprensión
Resulta que, para bien o para mal, no leemos solamente con el diccionario. No es el significado aislado de las palabras lo que embaraza o propicia nuestras posibilidades de comprensión. Es la sociedad de las palabras lo que tiene sentido y lo que decide el significado de cada una de ellas. Leemos con toda nuestra historia, nuestra experiencia, nuestra información, nuestras lagunas, nuestras manías a cuestas; cargamos de sentido y de significado el texto —eso es comprender— con los prejuicios, los deseos y el humor del día.2 David Elkind, siguiendo a Piaget, sostiene que las palabras, escritas o habladas, reciben significado del lector o del oyente, «que las interpreta según su acervo de conocimientos. La riqueza de significado que obtenga de la lectura dependerá tanto de la calidad del texto como de la amplitud y profundidad de su entendimiento conceptual». Leemos —comprendemos; sin comprensión no hay lectura3 Dice Goodman que «la búsqueda de significado es la característica más importante del proceso de lectura. [...] El significado es construido mientras leemos, pero también es reconstruido. [...] A lo largo de la lectura de un texto, e incluso luego, el lector está continuamente reevaluando el significado y reconstruyéndolo en la medida en que obtiene nuevas percepciones».— fuera del diccionario.
Podemos leer —comprender— mal, como lo hizo Bolton. Comprender no significa necesariamente comprender bien. Nadie puede decir que Bolton no entendió el texto de Bernal: lo entendió mal, y eso es diferente a no haberlo entendido.
No entender; verse obligado a simular la lectura sin comprender el texto que se sigue es la razón más importante para que cualquiera rehúya el trato con los libros. Mucho tiene que ver en esto el vicio de suponer que la descodificación de los signos y la comprensión del texto son dos tareas separadas.
En general, las escuelas prestan mayor atención a lo primero, porque puede medirse con facilidad: se dedican a vigilar la velocidad de lectura y los defectos de pronunciación, y se olvidan de que lo de veras importante es encontrar un sentido a la lectura.
Solamente si se aprende a cargar de significado un texto, y si hay un interés genuino en hacerlo, podrá alguien hacerse lector, podrá alguien emprender la carrera de lector —una carrera que nadie puede jactarse de haber completado, y que, por lo mismo, es siempre un tanto heroica —cito nuevamente a Goodman: «Aprender a leer implica el desarrollo de estrategias para obtener sentido del texto. [...] Esto solamente puede ocurrir si los lectores principiantes están respondiendo a textos significativos que son interesantes y tienen sentido para ellos».
A eso es a lo que llamo aquí comprensión: a la capacidad de cargar de sentido un texto. Capacidad que por supuesto es variable de un lector a otro, y es variable también, para un mismo lector, de una lectura a otra. Estoy definiendo, pues, la comprensión de la lectura como la capacidad de atribuir un significado o un sentido al texto —y a cualquier otra cosa: así leemos una pintura, una película, un programa de televisión, nuestras relaciones personales; así leemos el mundo.
Que es el lector quien atribuye el significado al texto puede fácilmente comprobarse. Escribamos io en el pizarrón frente al grupo —da lo mismo la edad de los alumnos—; todos leerán diez. Agreguemos r para formar rio, y todos leerán río. Es virtualmente imposible, mientras estemos con hispanohablantes, que alguien desde un principio lea io en lugar de diez porque, a esos signos, que son los mismos, difícilmente se les atribuirá un significado que no tiene sentido.
Texto publicado en Algarabía 62. Consulta la segunda parte en Algarabía 63.
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