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Mito: el francés es un idioma hermoso, el alemán es horrible

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Los juicios lingüísticos sobre la belleza de una lengua están determinados, en gran medida, por el contexto. Las lenguas cambian como cambian las modas, y los idiomas que hoy se consideran bellos pueden después no parecerlo. Lenguas toscas, brutas y bárbaras a la vista de los romanos, como el anglosajón, hoy, al ser habladas por países poderosos, son admiradas y consideradas bellas. No cabe duda: «todo es según el color del cristal con que se mira», porque a un tailandés, ¿qué le gustará más, el coreano o el guaraní?

El alemán es el idioma más bello que la literatura ha producido. Francia, en cambio, tiene una notable literatura, pese a que el idioma es más bien feo. Jorge Luis Borges.

Este epígrafe resume la opinión de uno de los más importantes y connotados escritores de todos los tiempos. Él había aprendido inglés de su abuela Fannie Haslam, que era inglesa, y español como lengua materna —después se enfrascaría en el
 estudio de muchas lenguas, entre ellas el germano
 o protogermano, antecedente del inglés, y, de ahí, alemán, portugués, italiano y francés; de los cuales este último no era muy de su agrado, como puede verse—.

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Él leyó El Quijote primero en inglés y mucho después en español y decía que lo prefería en inglés y, bueno, aunque a Borges nunca hay que contradecirlo, los lingüistas aún no han podido con ese mito de que hay idiomas más bellos que otros; es decir, hay lenguas feas y bonitas.

El valor inherente

Entre los hablantes de español es muy común oír aquello de que el francés es un idioma hermoso y
 el alemán es más bien feo, y no se diga el chino o el japonés, que a la mayoría le parecen «horrorosos». Y es que hay lenguas más placenteras para los hablantes de un idioma que otras; pero, ¿de qué depende?, ¿del sonido?

Durante muchos años se consideró «el valor inherente» como propio de una lengua y esta hipótesis hacía creer que había lenguas que eran en sí mismas más atractivas que otras; se consideraba que biológicamente había sonidos más placenteros que otros, como el del jilguero frente al del cuervo, o el del agua cayendo en una fuente, frente al de un tornado. Por ello, si había sonidos más agradables también podría haber lenguas mejores que otras. Antes del siglo xix esta hipótesis era la más usual. «Si comparamos una pronunciación con otra, pues siempre va a salir ganadora la más bella», decían.

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Pero esta hipótesis, además de ser tautológica —porque, ¿qué es lo inherentemente bello?, ¿por qué lo bello es bello?—, es anacrónica, ya que no 
hay nada que sea «por naturaleza bello» y en los últimos estudios se ha visto cómo nuestra percepción de lo bello es siempre cultural y aprendida. Peter Trudgill, Nancy Niedzielski y Howard Giles,1 Laurie Bauer y Peter Trudgill, Language Myths; Londres: Penguin Books, 1998. como muchos otros lingüistas, sostienen «la hipótesis de la connotación social» en la que se ve con claridad que las connotaciones de una lengua, dialecto o forma de hablar, están íntimamente ligadas a las cualidades percibidas por el grupo social que las habla, ya sea porque es más poderoso, más rico, más prestigiado o cosas por el estilo.

En este sentido, ninguna lengua —ni el italiano, ni el francés, ni el inglés británico— es inherentemente mejor o más bonita que otra, simplemente está mejor ranqueada por su cultura, su prestigio, su historia, sus obras de arte, sus hablantes connotados, etcétera, etcétera, etcétera. Además, estos juicios varían de una cultura a otra. A los hablantes de chino, por ejemplo, el japonés les suena mejor que el ruso. Y para los hablantes de ruso habrá siempre más afinidad con las lenguas eslavas que con otro tipo de lenguas.

Por otro lado, también la discriminación está íntimamente relacionada con «el gusto»: no puede gustarme lo que denigro. Recordemos, en este sentido, la España de Franco, donde hablar cualquier lengua que no fuera «el castellano» era considerado sinónimo de anarquía, izquierdismo, rojez y hasta vulgaridad. La reacción, hoy en día —sobre todo de los catalanes—, es usar la lengua el mayor número de veces posible, usar su lengua como medio de distinción, para diferenciarse, para enarbolar su bandera, para resarcirse.

Al ruido de la lengua hay que aprender a quererlo

Podemos ver, entonces, cómo las cuestiones políticas, sociales y hasta económicas se entrelazan de forma íntima con las lingüísticas. Y esto varía de acuerdo con la época y el lugar.

Aún hoy, el francés, para muchos, «suena» elegante, sofisticado, romántico, culto. Lo mismo podría decirse del italiano, que a muchos les suena romántico 
y alegre. Estos idiomas conjuran en sus oyentes, más que en 
sus hablantes, emociones muy positivas y quizá les despierten atracción y ganas de seguirlos oyendo. No pasa lo mismo con el alemán, el árabe y el chino, que, al contrario, se consideran rudos, fuertes, estridentes y hasta gangosos.

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Esta percepción cambia con el tiempo. Los idiomas también se ponen de moda. Por ejemplo, Mark Twain, quien era hablante de inglés y escribió antes de la ii Guerra Mundial, decía que era imposible transmitir rabia o agresión en alemán, ya que era 
la lengua de Goethe, Heine y Rilke. La impresión general del alemán es muy distinta hoy en día, época en que se le ve como un idioma agresivo, aunque la lengua sigue siendo prácticamente la misma. Pero aun y cuando el alemán haya sido la lengua de los nazis, también es la lengua de Mozart, Beethoven y Goethe; el lenguaje de los románticos, de alguna de la música y de la literatura más bella que se haya escrito.

«Uno debe hablar español con Dios, italiano con la amiga, francés con el amigo, alemán con los soldados, inglés con los patos, húngaro con los caballos y bohemio —checo— con el Diablo», Carlos v.

Y así, las versiones de la frase atribuida a Carlos v pueden variar: «Hablo latín con Dios, italiano con los músicos, español con las damas, francés en la corte, alemán con los soldados e inglés con mis caballos»;
 o sea, el latín como lengua sacra y culta, el italiano como lengua musical, el español como lengua de poetas, el francés como la lengua de la cultura y la democracia, el alemán como lengua de la milicia 
y el inglés como balbuceo vulgar.

Dime quién eres y te diré cómo hablas

Lo que nos gusta o nos disgusta también tiene que ver con lo que sentimos cercano o con lo que nos
 es familiar o no. Y esto se puede extrapolar también
 a un dialecto o a un acento1 v. «Lengua y dialecto», en De lengua me como un plato, México: Lectorum y Editorial Otras Inquisiciones, Colección Algarabía, 2007; y «Lunfardo y tango, hijos de arrabal», en: Está en chino, México: Lectorum y Editorial Otras Inquisiciones, Colección Algarabía, 2007. : hay formas que la
 gente siente mejores que otras, porque el grupo sociocultural que las usa es más conocido. Hay acentos que nos gustan y hasta imitamos, y otros que nos disgustan y denigramos. Los grupos que hablan un dialecto o un idiolecto, es decir, de forma similar, ya sea por variación geográfica, por razones étnicas, por ser del mismo estrato sociocultural o por haber aprendido el dialecto en el mismo lugar, se distinguen de otros, y muchas veces hay ciertos acentos que se imitan o se usan de modelo, porque el grupo que los habla es más prestigioso.

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En un estudio realizado por Etnologue2 www.etnologue.com se le preguntó a un grupo de personas qué tanto les gustaría vivir en una ciudad o en otra de su país, y los resultados arrojaron que la preferencia por un acento u otro3 v. «Mito 12: Todos tienen acento menos yo», p. 151. se relaciona íntimamente con la preferencia por una ciudad u otra, e incluso los hablantes de una forma más prestigiada suelen verse como ¡más guapos y atractivos!

En el cuadro se presentan los resultados de un estudio hecho por Civilization Fanatics4 www.forums.civfanatics.com a 369 mil hablantes de distintas lenguas del mundo occidental en cuanto a lenguas feas o bonitas. Italiano, portugués e inglés británico aparecen como las tres más bellas, en ese orden, y alemán, chino e inglés estadounidense como las tres más feas. Corrobora nuestra hipótesis de la connotación social que el inglés se encuentre en ambos lados de la balanza.

El inglés británico fue la tercera lengua más bella del mundo, mientras que el estadounidense la tercera más fea. Los sonidos del inglés británico en general se consideran más interesantes que los del inglés estadounidense, al punto de que los mismos norteamericanos admiran la forma de hablar de los británicos con frases como: «My, your accent is so delightful… do speak more», o bien: «Never lose that delightful way of talking».

La impresión del español es que es una lengua bella, pero común; a la gente le gusta, pero no a todos, y se aprende y se habla más por necesidad que por gusto. Además, la mayor parte de sus adeptos ponderan sus logros literarios o poéticos, se evoca El Quijote o
 la poesía de Manrique, Neruda o García Lorca más que la lengua común y corriente, lo que hace a los hablantes sentirse orgullosos.

También su historia honorable y honorífica nos hace leerlo o, más aun, tratar de «defenderlo» —si eso se pudiera— de anglicismos, barbarismos y neologismos. Quizás es ese orgullo del español el que empujó la existencia de la Real Academia de la Lengua, que trata de fijar «las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza».5 v. Algarabía 75, diciembre de 2010; La redacción habla: «Sobre los cambios en la ortografía de la rae»; pp. 10-11.

Si quieres conocer más sobre este interesante tema, consulta Algarabía 122.


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