Las palabras nos acompañan, siempre están cerca de nosotros. Sin ellas no podríamos ni ser, ni estar, ni reír y, obviamente, ni hablar. Pero las palabras no están ahí como piezas de museo para que las veamos y contemplemos como si estuvieran enmicadas o disecadas, atrapadas en el diccionario que, a manera de cárcel o cartabón, las encierra para siempre.
Muy por el contrario, las palabras son entes vivos, signos dinámicos que responden a las necesidades humanas, a nuestra cultura, a nuestras ideas, a nuestros usos y costumbres, y que por ello van cambiando, evolucionando, transformándose hasta tener una nueva faz, una nueva forma, una nueva piel.
Cuando uno echa un vistazo al Diccionario de la Real Academia Española se da cuenta de que la mayoría de las palabras están moribundas, muertas o en vías de estarlo. Si uno lo abre en cualquiera de sus páginas, encontrará mil palabras cuyo significado desconoce, o que, simplemente, se han dejado de usar. Sólo por poner un ejemplo: abrí la C y en la entrada de co-, encontré cosas como: correduría, corralada, corregimiento, correntiar, correhuela, entre muchas otras, que hoy en día son de poco o nulo uso para los hablantes de español en todo el mundo. Y es que la lengua cambia con la cultura —que, a su vez, se modifica todos los días—, y las palabras son la lengua.
Las palabras nos corretean, andan deprisa, nos sobrepasan. Y cuando el lexicógrafo o el estudioso del lenguaje acuña en un diccionario una acepción, la palabra ya viene de regreso con otra. Para ello, basta con poner el ejemplo de la palabra chido, que ha sido recogida en el DEM como adj (coloq) que significa «Que es bueno, bonito o apreciable: una casa bien chida, “¡Qué chido que les hayamos ganado!”, “Ando buscando al valedor que trae los rieles más chidos de todo el cantón”», pero que pasó sin pena ni gloria, sin diccionario que le hiciera caso, y nunca fue introducida con su significado anterior: «Chido: feo, de mal gusto, naco, corriente, payo». Asimismo, la palabra payo es tan antigua que un joven de menos de 20 años ahora no la entiende… En fin, que la lengua no se detiene y en su constante devenir no hay nada permanente, excepto el cambio.
Cambian las palabras con las épocas, con las situaciones, con la geografía, en los distintos segmentos que las hablan, con las modas, con las tendencias, con las distintas maneras de ver el mundo que nos rodea y con las diferentes maneras de segmentar la realidad. Cambian con la ventisca más mínima y con las creencias que las rodean; cambian con el paso del tiempo, con todo lo humano que es de ellas y que por ellas es.
Además, y por todo esto, las palabras se regodean en sí mismas, se asocian, se unen, muchas veces se clonan y otras tantas se casan; crean vínculos, se emparientan, se reproducen, tienen descendencia que casi siempre se les parece, y que otras tantas, no se les parece en nada, sino por el contrario, se les rebela en forma y en fondo. Otras veces las palabras se descasan, se bifurcan, se enredan y de pronto, son otras: jóvenes, nuevas, inusitadas, inasibles, vivaces, únicas.
Por eso, es interesantísimo recorrer el camino que una palabra ha andado a lo largo de su historia; interesantísimo y, a la vez, dificilísimo porque, como vemos, el camino es largo y, muchas veces, obscuro, sinuoso y pedregoso, y se necesita una linterna como la de Diógenes para dar con el punto clave, con la lengua que la vio nacer o con el momento justo en el que se convirtió en eso, en lo que es ahora, en lo que va a ser o en lo que está siendo.
Recorrer el camino de las palabras es recorrer el camino del ser humano, del hombre, de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que vamos a ser.